Aunque hace ya más de 2 años que volví de la aventura irlandesa de vivir en Dublín, todavía me dura (y no creo que se vaya nunca) el amor por el país color verde esmeralda. Por eso cada vez que me cruzo con alguna película que cuente cualquier cosa de allí, me lanzo a verla de inmediato.
Acabo de terminar Jimmy’s Hall -basada en una historia real- y me ha servido para descubrir uno más de los capítulos tan feos de su historia pero que me hace recordar que los irlandeses quizás sean de los mejores y más solidarios que uno puede encontrar por Europa. Narra la deportación a Estados Unidos en 1933 de James Gralton, el líder en Leitrim del Grupo Revolucionario de los Trabajadores (Revolutionary Worker’s Group), el antecesor político del Partido Comunista de Irlanda.
En 1921 El pecado de Jimmy Gralton fue construir un salón de baile en un cruce de caminos rurales en una Irlanda al borde de la guerra civil. El Pearse-Connolly Hall era un lugar donde los jóvenes podían venir a aprender, a discutir, a soñar… pero, sobre todo, para bailar y divertirse. Mientras la popularidad de la sala crecía, su reputación socialista y de espíritu libre atrajo la atención de la iglesia y los políticos, que obligaron a Jimmy a cerrar la sala y huir a Estados Unidos.
Una década más tarde, en el apogeo de la Gran Depresión, Jimmy vuelve a casa para cuidar de su madre e intentar vivir una vida tranquila. La sala se encuentra abandonada y vacía, y a pesar de las súplicas de los jóvenes locales, permanece cerrada. Sin embargo, mientras Jimmy se reintegra en la comunidad y descubre la creciente pobreza y opresión cultural, el líder y activista en su interior resurge. Pronto tomará la decisión de reabrir la sala y es ahí cuando tendrá que afrontar lo que suceda.