Para nuestro segundo día por tierras Suizas teníamos una ruta pensada que nos llevaría prácticamente toda la jornada. Decidimos levantarnos temprano en Yverdon y pusimos rumbo a Neuchatel, una pequeña ciudad a orillas del lago que le da nombre y cuyas aguas también bañan Yverdon.
En coche se tarda poco y además si vas por carretera hay paisajes que merecen la pena. Esta pequeña villa sorprende por las callejuelas del centro y un par de lugares que no hay que perderse. Es un ejemplo más de ciudad medieval a la que te acostumbras cuando pasas varios días en el país pero que sorprende mucho cuando llegas.
Tras aparcar por la zona del puerto, nos sorprendimos al llegar al Hotel Du Peyrou. Tanto el edificio como los jardines son preciosos. Desde ahí nos fuimos paseando hasta la zona del Ayuntamiento, la plaza del Hotel Communal y el Hotel de la Villa. Desembocamos en la Rue De L´Hospital, una calle que te lleva hasta deliciosas esquinas donde observar un simple edificio o las fuentes tan numerosas en las ciudades suizas.
Continuamos subiendo por la Rue de Chateau y nos topamos con la fuente de la justicia y la fuente de Banneret en dos maravillosos rincones. Al final de la calle, nos recibieron la Colegiata y el Castillo con geniales vistas al lago y las montañas.
De la colegiata nos gustó especialmente el claustro. También nos encantó igualmente el interior del castillo. Además nos sorprendió el buen estado de conservación y el colorido del patio, las puertas y ventanas.
Visto Neuchatel, nos dirigimos a Berna. Es una ciudad fascinante, uno de los lugares con los que me quedo de este viaje.
Berna fue destrozada por un enorme fuego hace 600 años. Las llamas acabaron con la ciudad por completo, pero los habitantes decidieron entonces sacar fuerzas de la desgracia y lo reconstruyeron todo, erigiendo en piedra lo que antes había sido de madera. Así nació la actual capital del país y una de las ciudades señoriales más hermosas de Europa.
Es una delicia perderse por el corazón medieval de una ciudad que surgió de las cenizas y que prácticamente no ha cambiado en los últimos 6 siglos. El trazado, los edificios, las calles y los monumentos siguen siendo los mismos.
Se siente la Edad Media mirando en cada rincón, caminando por las callejuelas de adoquines, observando las casas, las fuentes, los puentes… Ahora creo que es verdad eso que dicen de que Berna es una ciudad para conocer a base de paseos impecables.
Llegamos caminando a la Barenplatz (plaza del parlamento), donde nos sorprendieron los edificios que se levantan alrededor de la enorme plaza. Desde ahí, seguimos hasta el casino para empezar a perdernos por las calles que llevan hasta la catedral. Por todos lados se ven figuras de osos (símbolo de berna) y fuentes de todo tipo.
Paramos para comer y seguimos paseando por la Marktgasse y la Kramgasse, flanqueadas por la torre del reloj (la famosa Zytglogge) y la torre de la prisión. Además nos metimos por las numerosas calles colindantes para echar un vistazo. Los relojes son verdaderas máquinas del tiempo que aún hoy muestran las horas del día, la posición del sol en el zodiaco, el día de la semana, la fecha y el mes, las fases de la luna y la altura del sol sobre el horizonte en cada momento del año.
Cruzamos el puente Untertorbrucke para contemplar las magníficas vistas de la ciudad atravesada por el río Aar. Estupendas panorámicas. Lo hicimos creyendo además que el foso de los osos estaba en aquella dirección, pero nos volvimos sin encontrarlo. Tampoco teníamos tiempo ya de pararnos en el Rosengarten, nos esperaba el siguiente destino.
Nos marchamos de Berna habiendo observado la maravillosa historia preservada en esta ciudad y entendiendo todo lo que se ha perdido en el resto de Europa con ciudades destrozadas por las guerras mundiales.
Después de otro ratito en el coche, llegamos a la última parada del día: Friburgo. No íbamos desde España con intención de visitar este pueblecito, pero nos lo recomendaron y la verdad es que acertamos.
Aquí no hay demasiadas cosas concretas que visitar, salvo la catedral de San Nicolás. El resto es perderse por las calles y plazas de la parte baja de la ciudad. Subiendo a la parte alta por una bonita calle nos encontramos con un músico que nos dejó impresionadas. Intentamos grabar vídeos de lo que hacía, pero no los quiero poner porque empequeñecen lo que este tipo conseguía.
Tocaba un raro instrumento que parecía un escudo militar puesto boca abajo. Le sacaba un sonido exquisito que era capaz de acompañar con su voz. Pero no una simple voz bonita, sino una garganta que era capaz de sacar dos sonidos simultáneos e independientes que hacían creer que cantaban dos personas en lugar de una. Aún me pregunto cómo podía hacer eso. El tipo era pintoresco. Me encantó pasar un rato escuchándolo.
Después de eso, volvimos a Yverdon. Unas compritas con mi hermano y a casa a charlar, cenar y a dormir.