Hoy he vuelto a repetir el ritual de cada mañana. A las 7:00 suena el despertador, al que hago trabajar durante 20 minutos repitiendo esa alarma que me recuerda que me tengo que levantar ¡ya! Tras los 20 minutos que necesito para espabilarme, logro incorporarme y arrastrarme literalmente hasta una ducha que consiga de una vez que mis párpados se despeguen y mi cabeza espabile.
No es que ayer me acostase especialmente tarde. Es sólo la consecuencia del verano. Siempre todo lo hago más tarde. Salgo de trabajar con calma y una de dos, o hay gimnasio, o hay una cervecita con los amigos. Así que llego con retraso a casa, ceno con retraso y para colmo justo cuando se ha ido el sol es cuando menos apetece irse a la cama. Consecuentemente me acuesto mucho más tarde y siempre es para ver alguna serie en el ordenador mientras espero a que el sueño aparezca.
Cuando por fin el sueño hace acto de presencia es casi la 1 de la mañana. En ese momento se presenta la gran odisea de la noche. ¿Dormir con la ventana abierta o cerrada? Si duermo con la ventana abierta, estoy fresca pero el ruido y la luz son el inconveniente. Si bajo la persiana, el calor amenaza con asfixiarme.
Después de levantarme varias veces de la cama cambiando de opción a la vez que resoplo por el cabreo, decido tomar un camino intermedio. Persiana bajada a medias y ventana abierta. Intento calmarme y poco a poco suele empezar a entrarme sueño. A las 7 toca levantarse de nuevo así que consigo dormir unas 6 horas bastante escasas. El lunes no es un problema, ni tampoco el martes… pero los jueves el cuerpo ya pide unas horitas extra de sueño.
Al final siempre acabo acostumbrándome a este ritmo, pero las primeras semanas cuesta. Menos mal que a esta bendita estación se lo perdono todo.