Ayer. 21.00 horas. 12 horas de trabajo intenso pero fructífero. Después de haberme caído de la bicicleta el día anterior. Destrozada. Cierro la puerta de la oficina para marcharme a casa y descansar. Llamo al ascensor. Sube. Doy al 0. Baja. Llego al portal. Intento abrir. No puedo. Vuelvo a intentarlo. Imposible. Alguien ha girado una cerradura antigua que nunca se usaba. Busco la llave antigua en mi llavero. La encuentro. Intento abrir. No gira bien. Subo a la oficina. Busco otra llave de repuesto. Bajo de nuevo. No funciona. Llamo a Rocío. Viene a la puerta y le tiro la llave por debajo. Intenta abrir desde fuera. Tampoco es posible. Llamo a mis compañeros por teléfono. Espero. Subo. Llamo a todas las oficinas del edificio. No hay nadie. Valoro la opción de saltarme por alguna ventana. Imposible, todas tienen rejas. No me desespero. Opto por reírme. Abro el cristal de la puerta y al menos hablo con Rocío a través de la reja, como si estuviéramos pelando la pava como antaño. La gente que pasa por la calle nos mira. Pasan 40 minutos de encierro involuntario. Tengo hambre. Por fin, llega mi compañera con la llave salvadora. Me abre la puerta. Estoy liberada. Hoy soy -con razón- el hazme reír de la oficina. Pero tengo una llave nueva.