Una de las cosas que más aprecio de vivir en Barcelona es que sea una ciudad con mar. Cuando un día de invierno sale el sol, un largo paseo o una carrera por la playa rematado con una cerveza y un buen arroz suena a un plan perfecto. Y esto (saltándome la parte del arroz por falta de acompañante) es justo lo que he hecho hoy.
Sábado por la mañana, sol radiante y ganas de pasear. He cogido un libro, música y me he ido a la Barceloneta. Si le dices a alguien de Barcelona que esta zona te gusta, es muy posible que te mire con cara de ‘tío, cómo se nota que no eres de aquí’. Vale, es territorio de guiris de esos que salen a tostarse con bermudas y chanclas aunque sea febrero pero… ¿sólo por eso hay que robarle todo el encanto?
Mi relación con la Barceloneta es de amor-odio. En otoño e invierno me encanta ir por ahí. Me relaja ver el mar, sentarme a leer con el sol dándome en la cara y el viento que te despeina, me invita a pensar y me anima a observar qué hace la gente que pasea. Pero es cierto que en verano puede ser uno de los lugares más odiosos de toda la ciudad; atestado de gente que quiere venderte algo, de turistas borrachos con la piel color gamba o de graciosillos que intentan ligar.
Por suerte, hoy es febrero y el verano aún no ha llegado. Así que he paseado durante casi 2 horas y he hecho dos grandes paradas. La primera para observar a varios grupos de jubilados que jugaban tranquilamente al dominó en mitad de la playa. Los he envidiado. Jubilarte y pasar tus días junto al mar jugando con tus amigos. No suena a mal plan ¿no? Me lo apunto para dentro de 40 años.
La segunda para escuchar a este tipo que andaba casi regalando su música a gente como yo.
Bonito eso que has escrito sobre la Barceloneta. Los que vivimos cerca de una playa, sea cual sea,lo entendemos muy bien.