«Historias de mujeres, hombres y niños atrapados en una guerra«. Así resumen en una frase Ramón Lobo estos cuadernos en los que recopila una serie de artículos que publicó en el diario El País durante su estancia en Afganistán para cubrir las fallidas elecciones presidenciales de 2009.
Un trabajo en el que decidió viajar para contar historias de personas a las que el destino ha negado el derecho o la suerte de protagonizar y dirigir su propia vida. Viajar y contar, dar voz a los que no la tienen. Con suerte remover al menos conciencias. Como mínimo, dejar constancia de pequeñas-grandes historias de vida de las víctimas de la guerra para que nadie pueda decir aquello de no lo sabía.
Él mismo lo decía después en su blog. Ésta es una recopilación de historias donde
no hay políticos ni militares; tampoco señores de la guerra y narcotraficantes. He preferido dar voz a los protagonistas, a las víctimas, a los civiles que tratan de sobrevivir en medio de la pobreza, la injusticia y la guerra. Tampoco suenan en estas páginas disparos ni se escuchan bombas (quizá alguna, pero poco). No es un espacio para combates sino para sus consecuencias, para la gente que escucha y habla, que narra sus historias, para personas que tienen y dan esperanza.
No es un libro sobre la guerra. Ni siquiera sobre lo que pasa en este país. Es una retrato humano sobre la vida de las personas cuyas vidas se tienen que desarrollar en Afganistán. Cómo viven, cómo sobreviven. Mientras lo leía, no pude resistirme a copiar algunas de sus frases para compartirlas después aquí:
En Afganistán están acostumbrados a morirse de guerra antes de que les llegue una enfermedad. Es la ventaja del tercer mundo, no hay que preocuparse por la salud, que ya viene dañada de origen.
Hablando de la elección del hostal en lugar del hotel, también dice:
Los controles de seguridad son como el chaleco antibalas y los todoterrenos blindados: alejan al periodista de la gente, y sin gente no hay guerra, ni historia ni nada, sólo whisky, internet y simulación.
Retrata también la historia de Omar, un nicño kuchi -nómadas que viven en la vera del río Kabul- que intenta sacar algo de dinero como aguador en el zoo de la capital.
Dice que le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué país le gustaría visitar, responde desde una sonrisa que le ilumina los ojos «¡Panshir!», un valle a pocos kilómetros de Kabul. «¿Y más lejos?», insiste el periodista. Omar deja en el suelo su termo de agua y el vaso de latón, se rasca la cabeza consciente de que el momento es grave y dice: «No sé qué hay más lejos del Panshir«.
Sobre las mujeres afganas escribe:
Las mujeres afganas son víctimas de una mentalidad cruel. No existen leyes ni justicia, sólo tradición y la voluntad inapelable de unos hombres embrutecidos que se amparan en el nombre de Dios para ejercer la violencia. En muchas zonas rurales se rapa el pelo a los niños durante la celebración de las bodas con la esperanza de que su fealdad les salve de una violación, a menudo familiar. Ocho de cada diez mujeres sufre violencia doméstica (…) El presidente Hamir Karzai, financiado por al comunidad internacional, aprueba leyes que permiten a los maridos chiíes castigar a sus esposas sin comida si éstas no les complacen sexualmente.
Sobre los talibán y los beatles:
Los talibán, que significa estudiantes de religión, la tomaron con las cometas. Las prohibieron al llegar al poder en 1996. Hacer volar una en el cielo era, al parecer, pecado, un desafío inadmisible a Dios, el único que puede ocupar el espacio celestial. También prohibieron la música, la televisión y el cine, incluso el cine sacro. Eran obligatorias las barbas en los hombres y el burka en las mujeres.
El periodista estadounidense David Rohde, que estuvo secuestrado siete meses y diez días por los talibán, cuenta en un libro recién publicado en Estados Unidos, que sus captores le pedían canciones pop occidentales y mientras que él tarareaba piezas demoníacas como She loves You de los Beatles, sus secuestradores hacían los coros. Quizá la distancia no sea tanta cuando se cae la máscara.
Fotografía de moeh.es